Señor presidente de la Academia Aragonesa de Gastronomía —querido Ernesto—, señor secretario —querido Juan—, querido Arturo —primer premio Antonio Beltrán Martínez de la Academia— (y queridos familiares del sr. Aliaga), querido hermano Antonio, querida Concha, queridos colegas académicos, estimado público.
Es mi propósito con estas breves palabras completar la semblanza que de Antonio Beltrán Martínez, mi padre, acaba de trazar mi hermano Miguel, centrando ahora la atención en su dedicación a la gastronomía y a esta Academia de la que se honró en ser el primer presidente desde 1995 hasta su fallecimiento en 2006. La Academia fue uno de los postreros y más queridos proyectos en los que trabajó —y de los que disfrutó— un Don Antonio octogenario, que incluso a esa avanzada edad, como el gran historiador griego Tucídides decía de los atenienses, tenía la capacidad de plasmar sus ideas en acciones con singular eficiencia y muy poca dilación. Y eso es lo que ocurrió con la puesta en marcha de una institución aragonesa consagrada a la gastronomía que un grupo de personas —como se explicaba en el volumen conmemorativo del vigésimo aniversario de la Academia— andaba intentado crear a comienzos de los años 90 y a la que Don Antonio tuvo el acierto de dar forma académica. Con ello se pretendía asegurar —por decirlo con sus propias palabras— «el fomento del estudio y la investigación, (la) promoción, difusión y práctica del arte y (la) ciencia gastronómicos, con particular dedicación al ámbito propio de las comarcas y pueblos aragoneses, propiciando su estima y expansión y cuidando la pureza de sus tradiciones», por ello, a su juicio, la Academia como tal debía patrocinar y desarrollar trabajos de investigación, contar entre sus miembros con universitarios —que así es como acabé yo siendo miembro de esta institución—o fomentar la redacción de discursos de ingreso de los académicos —mea culpa!—, además de asesorar en la celebración de eventos gastronómicos y conceder premios a restaurantes y productos locales, una hoja de ruta que la Academia ha prolongado y enriquecido, y a la que, ahora, se une este premio en honor y memoria de su primer presidente, por cuya institución la familia de Don Antonio nos sentimos profundamente conmovidos.
A diferencia de nuestro actual presidente —que guisa, por ejemplo, un rabo de toro excelso—, las habilidades culinarias de don Antonio —como él gustaba de confesar a menudo y con no poca guasa— eran muy limitadas por no decir nulas, aunque ello no le impidió consagrar centenares de páginas a ocuparse de la cocina aragonesa, perfectamente ejemplificadas por el vasto estudio introductorio que abre el espléndido volumen homónimo —Cocina Aragonesa, de 1985— cuya autoría compartió, entre otros, con Juan Porquet. Don Antonio, aragonés de nacimiento pero sobre todo de elección —pues eligió asentarse en Zaragoza en 1949 cuando dispuso de otras opciones—, empezó a interesarse por la cocina aragonesa muy temprano, en los años 60 del siglo pasado, entendiéndola como una manifestación más de la cultura popular aragonesa —de eso que él gustaba denominar folklore— a cuyo estudio y divulgación consagró continuados esfuerzos a lo largo de su vida fueran cantes y dances, indumentaria, tradiciones y festejos —su retransmisión comentada de la ofrenda de flores llegó a convertirse en todo un clásico de las Fiestas del Pilar—o, desde luego, cocina. No en vano se refería a menudo a nuestra institución como Academia de Gastronomía Aragonesa, significativo lapsus calami que aparece reiteradamente en sus memorias.
Su aproximación a estas temáticas tenía como objetivo último enfatizar los rasgos característicos de la cultura popular aragonesa que, en el caso de la gastronomía, concebía como resultado de la confluencia del devenir histórico sobre un determinado ecosistema productivo mediatizado por prácticas sociales específicas y con manifestaciones locales diversas y peculiares de convivialidad. Entendía pues la gastronomía como un proceso holístico que se enraiza en las producciones locales transformadas por la coquinaria de diario o de fiesta, se robustece en las empresas alimentarias y resplandece finalmente en las mesas familiares o en los establecimientos de restauración, tomando así en consideración tanto la vertiente económica como las prácticas sociales convivales que se desarrollan alrededor de la mesa, sin descuidar los aspectos nutricionales o la salud alimentaria.
Prestaba pues atención a los grandes productos tradicionales de nuestros campos desde los higos de Fraga, los nabos de Mainar o las cebollas de Fuentes hasta el ternasco, los melocotones de Calanda o los aceites bajoaragoneses, así como a los dulces locales, vinculados a festejos y celebraciones comunitarias —cuya perduración tanto le preocupaba—, pero sin hacer ascos a las innovaciones como, por citar un caso, la Trenza de Almudévar, surgida en los años 80, de la que se convirtió en acérrimo partidario pese a su condición de diabético. Y alentaba, además, la consideración y el reconocimiento de las empresas alimentarias y hosteleras de las que era consciente que depende buena parte de la gastronomía moderna.
Más allá del interés antropológico por la cocina popular, del fomento de la investigación histórica y nutricional sobre los alimentos, y de la preocupación por reconocer la labor de hosteleros y productores, sin duda fueron las Recetas de la Abuela la actividad de la Academia por la que sentía mayor aprecio y cuyo valor atribuía a un “triple cometido de defender la cocina, integrar a las generaciones en tareas comunes, (y) dar valor a la universalidad de lo que nos une fortaleciendo las diferencias”. Un aprecio sin duda fácil de comprender en un octogenario al que le encantaban los niños, pero que, además, sintetizaba la quintaesencia de lo que para él era la cocina popular. Recetas familiares propias de las variedades comarcales o locales de nuestra cocina que propiciaban no solo la salvaguarda de las prácticas coquinarias tradicionales de cada lugar, sino la transmisión a las jóvenes generaciones de sus elaboraciones y de su significado social en un clima de colaboración familiar intergeneracional. Sin duda en esta cadena de transmisión de generación en generación de la cocina tradicional —perfectamente compatible, desde luego, con la innovación, la fusión y la modernización— estribe una de las claves para que la gastronomía aragonesa y española en general conserven e incrementen el extraordinario nivel del que ahora disfrutan (y disfrutamos).
Ojalá que las Recetas de la abuela tan queridas por Don Antonio, sean una actividad recuperada por nuestra institución, a la que, para cerrar estas palabras, deseo agradecer de nuevo, en mi nombre y en el de mi familia, la entrañable iniciativa de instituir un premio en memoria de nuestro padre y primer presidente de esta Academia que, además y de manera más que merecida, recae en su primera edición en una destacada personalidad que comparte con Don Antonio su amor por nuestra región y que tanto ha trabajado en pro de la cocina y los productos alimentarios aragoneses: don Arturo Aliaga.
Enhorabuena Arturo y muchas gracias a los compañeros académicos—a Miguel Ángel Vicente Val— por la institución de este premio y a todos, por su atención.