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Comer sangre: cocina y teología
Los cristianos y los no creyentes ingieren sangre animal. Los judíos y los musulmanes piadosos, no. Esas tres religiones tienen la Biblia judía como texto matriz. Y las tres refieren su conducta con la sangre a una orden de Dios, el mismo para todos. ¿Cómo puede ser?
Nuestras cocinas, también la aragonesa, usan mucho la sangre animal y, en ocasiones, con preferencia a otros alimentos. La costumbre se refuerza con una ancestral creencia: de lo que se come se cría. La sangre era la base para la ‘sopa negra’ que los belicosos espartanos comían en común como ‘plato nacional’: se pensaba que generaba una gran fuerza.
Muchos países de nuestro linaje cultural usan la sangre en salsas, como saborizante, en salazón o en preparados mixtos. En España, la de cerdo está más presente que las de pollo o cordero. Carece de grasas, aporta escasas calorías, contiene mucho hierro y varios minerales y vitaminas. Con sangre de cerdo se hacen morcillas (el ‘boudin noir’ francés aparece en el himno de la Legión Extranjera, nada menos; en Beasain, con puerros; en Ribaforada y en Soria, dulce; etc.), sangre encebollada, ñachí en Chile, sangrecita en Perú (de pollo, con cebolla y hierbas), pudines negros (en climas fríos y cálidos, desde Finlandia a Puerto Rico, con nombres varios), ‘blosplättar’ nórdico (una torteta de batido de sangre y cerveza con centeno, mantequilla y especias, servida con frutas o ensalada, como plato principal o complemento), la ‘czarnina’ polaca (con sangre de pato), la germana ‘Schwarzenauer’, que evoca la sopa lacedemonia... Los italianos hacen el ‘sanguinaccio dolce’, o ‘crostata di sangue’, con chocolate caliente y sangre de cerdo, más canela o vainilla, lo que permite untar bizcochos como el ‘savoiardo’, en carnavales.
Sangre tabú
Nada de eso, salvo raras emergencias, puede comerse por un judío o un musulmán sin violar la voluntad divina. Y entiéndase que la razón no es la consabida del cerdo, sino la sangre. Cualquier sangre, en cualquier forma.
Los tabúes alimentarios se exigen a rajatabla, porque son cohesivos (crean fuerte unión), continuados y diarios y aislantes de los extraños. El de la sangre es un tabú mayor. Pero la ingesta de sangre, taxativamente vedada en el judaísmo y el islam, en apariencia es indiferente en el cristianismo. ¿O no del todo?
Judaísmo
El judío tiene prohibida la sangre mire donde mire: Levítico, Deuteronomio, Libro I de Samuel, Ezequiel... La Biblia judía es tan terminante que extiende la prohibición a los extranjeros admitidos entre los judíos. Nada de sangre, nada en absoluto. Yahveh lo mandó en su segunda ‘creación’ del hombre, tras el Diluvio (Génesis 9, 4): “Todo lo que se mueve y vive será para vuestra subsistencia (...) Pero carne con su vida (o ‘alma’), que es su sangre, no comeréis”. Sangre, no. Ni comer sangre ninguna ni derramar la del hombre. La sangre os será demandada, advierte Yahveh, poco dado a la broma. Es una ley primigenia, muy anterior al Decálogo dado a Moisés. Un tabú prístino, primordial. Insalvable. Y se repite en el Deuteronomio (12, 23): “Guárdate de comer la sangre, porque la sangre es la vida, y no debes comer la vida con la carne. No la comerás”. La ofrendarás: ha de darse, vertida, a Yahveh, como previenen Éxodo 29, 10 o Levítico 8, 15. Es como si Yahveh dijera: “Toda sangre es mía, porque la sangre es la vida y la vida es solo mía”.
Islam
El islam, más escueto, es igualmente restrictivo. El Corán 2 173 lo estatuye sin florituras: “Se os prohíbe comer la carne del animal muerto [de muerte natural], la sangre, la carne de cerdo y la de un animal que se sacrifique en nombre de otro que no sea Alá”. Si bien, compasivamente, establece que quien se vea obligado a hacerlo contra su voluntad y sin buscar en ello transgresión, no incurre en falta.
Cristianismo
Todas estas prohibiciones están rotas en el cristianismo, precisamente por la efusión de una sangre especial que será imperativo consumir como sacramento: la de Jesús, el Cristo. El cristiano la ingerirá como un manjar salvífico. No es sangre de muerte, como la de Éxodo 7, 14, sino de vida; no es venenosa, como en Crónicas 22, 8, sino salvadora.
El cristianismo elude ese potente tabú al transmutar el vino en sangre, en la Última Cena. Similar a la sangre por su color y por la fortaleza que parece procurar, el vino sortea ese tabú absoluto originario. Y, además, al ‘definir’ el vino como sangre, no rompe el pacto bíblico: porque teológicamente el vino sacramental es verdadera sangre y materialmente no lo es. El ritual (Mateo 26, 28, Marcos 14, 24, Lucas 22, 20, Corintios 11, 25) dice de modo expreso que ese vino así (con)sagrado es también sangre de una Alianza renovada, como la de Yahveh con Israel. La sangre física queda, así, liberada como comestible. De lo que nuestros ancestros, sin andarse con muchas teologías –y con arraigados hábitos previos de origen precristiano–, tomaron muy buena nota.